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21 campanadas


He tenido la suerte de participar en un interesante proyecto que ya lleva varias ediciones: una antología que reúne relatos navideños. La edición corre a cargo de Punto y Seguido y está coordinada por José Ignacio García. Os dejo con el relato con el que he participado y en el cual recupero tradiciones y términos típicos de mi tierra.

NAVIDAD EN CHILE

(Marina Tapia)

Esa Navidad resiste con fuerza única en una franja estrecha entre el recuerdo y mis ficciones. Esa Nochebuena, cargada de significados, me alienta en este día donde busco un asidero para la felicidad. Veo a mi padre realizando cada año un nacimiento temático que deslumbra a nuestros ojos y a los de las visitas que se acercan al living. Sí, llega con sus sorpresas la Navidad del setenta y nueve en El Retiro de Quilpué, llega con su nacimiento de piedras de río y musgo, arrinconando a María y José dentro de una pecera verdosa donde las gotas de agua parecen exudar del vaho del burro y los camellos. O la del ochenta y dos: sideral y barroca, con su papel de plata cubriendo los ropajes de cada pequeña talla, con las guirnaldas de luces atrapadas en un pesebre que se asemeja a una nave espacial y proyecta mil destellos eléctricos. O la minimalista del noventa, cuando mi padre pinta todas las figuras de un blanco hospital, donde la ausencia de detalles invita a un silencio sagrado.


Todas las Navidades se amontonan para salvarme. No sólo las del hogar infantil, también las vividas en casa de mi abuelita Aída, que siempre estuvieron llenas de novedades exóticas, conseguidas en las tiendas de exportación del Plan de Valparaíso, con sus viejitos de Pascua musicales desplazándose por el suelo al son de sus platillos, o el cristal coloreado de las luces del árbol, de cuyas ramas colgaban ornamentos típicos del trópico: piñas, cocos maduros, plátanos, guacamayos, loros de alas abiertas… Y los simpáticos renos conviviendo con ángeles negritos. A ella le gustaba continuar, de alguna manera, la tradición familiar de marinos mercantes y adquirir artículos exclusivos de lugares lejanos, por eso su abeto era una mixtura de múltiples mundos, por eso era tan fácil perder la tarde extasiada mirando ese enjambre de adornos que avivaba la magia.


Y me envuelve aquel suave calor de los diciembres que cerraban el curso escolar iniciado en marzo, que abría de par en par las puertas del verano. La Navidad inauguraba todas las celebraciones más gozosas de mi niñez: la noche de año nuevo con sus fuegos artificiales en la bahía de Valparaíso; la promesa de pasar las vacaciones estivales en Colliguay, o en ese fundo rodeado de peumos de unos amigos de mis padres, en Olmué; de hacer alguna caminata de varios días sin carpa y sin mapa, con sus canciones de campamento, su choquero para el té, unas cuantas frazadas, las estrellas desplomándose en los ojos, y las sorpresas que nos deparaba el litoral a cada instante.


Entre ola y ola de nostalgia se cuela la voz aflautada de mi abuelita María, relatándome las costumbres del campo donde se crió:

-Recuerdo que ponían una figura grande del Niño Jesús justo una semana antes del veinticinco. Los festejos empezaban a las seis de la tarde y se repetían todos los días a esa misma hora. La gente se juntaba en una casa, la más grande del pueblo, para cantar “a lo humano y lo divino”. Servían bollitos, que era un pan pintado con clara de huevo que se repartía a todos los comensales. ¡Cómo tocaban las guitarras, y cómo cantábamos mirando el pesebre! También se tomaba mistela, una rica bebida aromática de color rosado, muy fresca, que estaba hecha de culén hervido con brotes de guindo. La llamaban ponche de culén y servía para componer el cuerpo. Adornaban los árboles con globos, con banderas, con coquitos de eucaliptus, con guindas, con peritas de Navidad y cardenales rojos. Ocupábamos cualquier árbol, no sólo los pinos. Es extraño, porque se adoraba al Niño cuando todavía no nacía. Y los dueños de casa convidaban a pasar a los vecinos, uno podía colarse en los dormitorios para ver las estampas de todas las vírgenes y santos que habían traído de sus peregrinaciones y mandas. Persignarse ante Virgen de Lo Vázquez, la de las Cuarenta Horas o ante la negra Virgen de la Tirana. Probar el oscuro pan de Pascua junto al cola de mono que bebían los mayores. O decir una oración al Corazón de Jesús, que siempre colgaba en los cabeceros de las camas. Y el nacimiento tenía que desarmarse el día seis de enero. Esa tarde invitaban a tomar once a los niños y les regalaban un pequeño presente. A aquel día se le decía “La Pascua de los Negros”.


Mi abuela María vive ahora en ese villancico que cantó para nosotros una tarde mientras cosía. Pervive en la música que recuerdo de pronto en esta Navidad en que Madrid se me vuelve ajena, artificial, fría… Y aunque no soy la vendedora de fósforos de Andersen, la voz de mi abuela me procura aquel calor perdido:


“Señora doña María,

yo vengo de allá muy lejos

y a su niñito le traigo

un parcito de conejos.

Zapallos le traigo, papas araucanas,

harina tostada pa´ la pobre Ana.

Recados le manda mi taita y mi mama,

la doña Josefa y la tía Juana.

Señora doña María,

cogollito de cedrón,

consiga con su niñito

que nos dé la salvación.

Zapallos le traigo, papas araucanas,

harina tostada pa´ la pobre Ana.

Recados le manda mi taita y mi mama,

la doña Josefa y la tía Juana.”

Ilustración de Nonia Villa

Contraportada del libro

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