Colaboración para Olgosiana
LA BAÑERA
Cuento-homenaje al libro “Breviario negro”, de Ángel Olgoso
Escucho el sonido de un relámpago, sé que la tormenta se ha desatado y, aunque hace frío en mi piso, no busco el calor de la estufa, no me arropo bajo las mantas, sino que preparo un baño de agua tibia porque he comprobado que ésta es la única forma de estar comunicada con él, de poder oírle.
No sé desde cuándo vive en el sótano del edificio, no sé por qué está construido este cuarto de baño encima de su escritorio; solo sé que, al hundir la mitad de mi cabeza en este líquido vital, cuando mis orejas quedan completamente inundadas: puedo escuchar con toda claridad las historias que ha creado y que relee en voz alta buscando la perfección, puedo presenciar, de alguna forma, su pesquisa de verbos, de títulos para los relatos, ser partícipe de la elección de los adjetivos, de la génesis de sus tramas.
Busco su voz para definir el perfil de la mudez que me habita, busco su voz que resonará límpida bajo el agua, y luego, todo el día, en mi cabeza. Fue así, sin quererlo (como suceden las mejores cosas de la vida) que me encontré con su mundo cuando andaba caligrafiando en silencio los trazos de la soledad, cuando, hastiada de esta realidad monótona, me preparé un baño para alejarme del bullicio y empaparme de mí misma.
Qué peso y qué poder pueden tener, a veces, las palabras; él sabe transformar un vulgar, un tosco, un gastado sustantivo en un ente nuevo capaz de respirar, de volar o de prenderse en tu memoria como rama de hiedra; él busca el adjetivo adecuado en tono y resonancia que acompañará al nombre. Crea tándems perfectos. Si mi voz pudiera traspasar estas paredes le diría: - No dejes de jugar así con el lenguaje, admiro como usas: aliteraciones, onomatopeyas, retruécanos y símiles.
Él sabe retratar lo celeste de la imperfección, de lo oscuro o lo sombrío; él logra enlazar la belleza a la adversidad; sostiene tu atención con enumeraciones tan bien encadenadas, llenas de musicalidad; hace regocijarse a los sentidos, te traslada tan vivamente al cosmos que ha creado que, cuando llegas al final de un relato, casi prescindes del desenlace de la historia, y ya no te importa la suerte de los personajes, porque tú mismo eres el final, eres parte de él, estás en su orbe, palpitando, exhalando cada acción.
Cuántas veces he imaginado que transito aquel lugar donde crea y escribe. A veces le he otorgado un cariz similar al que tienen los espacios que retrata, y se vuelve su cuarto: un cuadro de la etapa oscura de Goya, con esa luz tenue, con esa bruma espesa, y en su ventana asoma un atardecer vestido por un intenso rojo Mezel…
Repito junto a su voz: “el conocimiento ha de agolparse entre sus costuras, junto al silencio y la voluntad soberana”
Desde que camino por su literatura y recorro sus parajes con la ayuda de mi oído dispuesto a empaparse: mi mirada es más honda. Dicen que el arte nos transforma. Quizá me he vuelto como uno de sus personajes, aquellos que se resignan a su destino, acaso me quedaré en las verdes aguas del sueño, pensando en el epitafio que deseo para mi tumba, tal vez me embarque en la goleta Stella Splendens en busca de espectros marinos, o me convierta en ese ángel derribado a tierra que sirve de alimento en época de hambre, cuya sangre es como un jugo de perlas que sabe a vino nuevo y cuya carne blanca de camelia huele a huesos de almendra... ¡Qué incolora existencia he llevado! Ya no me ocupan naderías y mezquindades que van tejiendo sin fin nuestro sudario, ahora soy el niño que engulle galaxias.
Ya soy Hanako, una acacia, una ondina, su Nimrod y esta agua donde me sumerjo es esa lágrima precipitada sobre mi pequeñez, es la lágrima que me ha dado la vida.
Marina Tapia