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Prólogo de "El pájaro azul"


A modo de prólogo


Pensemos que este libro es como una de las cartas llenas de admiración que recibió Rubén Darío de parte de Juan Valera, en las que el autor andaluz reconocía el enorme talento y valía de este escritor nicaragüense (cartas que luego sirvieron de prefacio a las futuras ediciones de Azul…), o que es como el prólogo generoso y visionario del chileno Eduardo de la Barra. Imaginemos que este conjunto de poemas de amor y desamor de más de sesenta autores, saludan y enaltecen a este creador que sigue vivo en el lenguaje, que sigue latiendo en cada verso escrito en el siglo XXI.


Mis recuerdos de infancia y juventud, como los de tantos otros escritores de Latinoamérica de mi generación, están unidos al universo vivo y exótico de Rubén Darío, a esas estampas descritas con todo lujo de detalles, a esos ambientes sobrecargados y atrayentes, al lenguaje coloreado de adjetivos que descubría elementos mágicos y ocultos, que evocaba lugares lejanos poblados por una fauna y flora vibrante (con propiedades casi humanas), a la música disfrazada de palabras que fácilmente quedaba prendida en los oídos. Miro hacia atrás y veo la sala de costura de mi abuela, donde, entre puntada y puntada, afloraba un verso: “Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro… y a veces lloro sin querer…”, una anécdota de su vida, recuerdos de los festivales de declamación en los que ella participaba y que eran celebrados cada primavera en Valparaíso, una petición “¿Por qué no me recitas A Margarita Debayle?”. Me pedía que le dijese de memoria aquel poema que fue pasando de generación en generación, que todas las mujeres de la familia hemos aprendido, que ha sido como una invitación a perseguir astros y sueños imposibles. Bajo la estela de Darío, la poesía fue –y sigue siendo para muchos de nosotros– no solo “un ramillete de trinos verbales” sino algo tangible, en cierto modo cercano, una manera de modelar, de enriquecer, de explorar el lenguaje, otra forma de ponerse en contacto con el mundo, de preservar ese espíritu libre e impresionable de la infancia. Y cómo olvidar aquel homenaje que se realizó en el Colegio Pedro Montt (donde estudiaba mi educación primaria) titulado “Darío, Valparaíso te saluda”. Todos los alumnos buscamos material en la biblioteca para hacer una composición o un poema dedicado a este autor que no solo formaba parte de los libros de texto, si no que nos había regalado palabras vistosas que alegraban nuestros juegos infantiles como “palisandro”, “malaquita” o “halagüeño,” que había cantado al gran Caupolicán, que había poblado nuestra imaginación con dioses antiguos, que había desplegado un abanico de historias y leyendas, y que lograba teñir nuestro presente con los colores acuarelados y luminosos de un mundo tan distinto al que vivíamos en la dictadura del general Pinochet. Recuerdo que luego, en mi adolescencia, asistí a las lecturas que se realizaban al aire libre en el Parque Rubén Darío, una pequeña plaza adornada con pilares y que miraba el mar, ubicada en el paseo que lleva el mismo nombre y que recorre el camino costero desde la caleta El Membrillo hasta la playa Carvallo, y donde una placa recuerda que fue en esta ciudad donde el poeta escribió uno de los libros más importantes de su trayectoria Azul…, libro que abriría el camino hacia un nuevo estilo, el modernismo.


Ya en España, busqué en Madrid las huellas de los artistas y escritores que siempre he admirado y que vivieron y recorrieron esta viva –y noctámbula– ciudad. Busqué la Casa de las Flores de Pablo Neruda, visité la Residencia de Estudiantes, lugar donde pasaron muchos de los poetas de la Generación del 27, y descubrí en todos ellos el eco de “ese loco de crepúsculo y aurora”, quizá no tanto en el estilo, como en el espíritu de perseguir la modernidad. Como dijo Jorge Luis Borges: “Todo lo renovó Darío, la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador”. Todos somos hijos de Darío, todos somos hijos de esa renovación que gracias a él vivió la lengua de Cervantes, porque su voz siempre ha recorrido ambos lados del océano, porque es un autor que animó –y anima– a buscar un vocabulario propio, empapado de nuevos significados, a rechazar la mala costumbre de la imitación. Él mismo decía que no hay escuelas sino poetas, y aconsejaba que no se imite a nadie, ni a él mismo. Este cantor único, inclasificable, no deja de sorprendernos. Ya lo decía Juan Valera en una de sus famosas Cartas americanas: “Ni es usted romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo: lo ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado de ello una rara quintaesencia”. Cuando me trasladé a Granada, a estas “tierras solares”, recorrí los lugares lorquianos llena de emoción. El hispanista Ian Gibson nos cuenta que dio sus primeros pasos en la lengua castellana con Azul…, y agrega: “y es misterioso como todo encaja, porque luego descubriría que Darío había sido el gran maestro de Federico García Lorca”. Rubén Darío visitó tres veces Granada, siendo la primera vez cuando apenas tenía doce años. En sus Crónicas Solares canta, inspirado, a la belleza de Garnata: “y he visto la pedrería fantástica de un arte exótico, amoroso y sensual. Y después, el sol ha brillado; y así, la encantadora ciudad se me ha mostrado primero brumosa y luego luminosa. Y sé que el corazón de la granada entreabierta es dulce como la miel”. Viajero inquieto, infatigable, es de lamentar que el gran público sólo conozca su obra lírica, porque sus crónicas son verdaderas joyas: con pocas pinceladas, capta la esencia de las ciudades que visita y logra transportarnos al ambiente de sus calles y su gente. Y el Darío cuentista es apasionante. Se pasea a sabor por varias corrientes del relato (también el fantástico, aunque no los recogiera en ninguno de sus libros publicados en vida), pero son sus cuentos escritos en verso los que más se recuerdan porque, como dice Stendhal, la memoria necesita de la rima. Aunque no deje de ser una curiosidad, otro aspecto que revela su prodigioso conocimiento del idioma es su cuento monovocálico Amar hasta fracasar, donde en secuencias de gran sonoridad la única vocal utilizada es la A, adelantándose en más de medio siglo a los retos lúdicos y lingüísticos del Oulipo, como La disparition, de Georges Perec, quien también prescinde de todas excepto de la E, la vocal más frecuente en francés.


Darío es de Europa y es de América, es de todas partes. Pedro Salinas nos advierte: “Su vida era, por decirlo así, trasatlántica, y desde el continente donde residía seguía sintiéndose en rara ubicuidad, en aquel otro que le faltaba”. Pero Darío no solo está entre dos tierras desde el punto de vista geográfico, también respecto al tiempo. El periodista y escritor Sergio Ramírez ilustra muy bien esta idea: “Darío, en su perspectiva estética eligió colocarse entre dos mundos, que fue capaz de contemplar mirando hacia atrás y hacia delante como el dios bifronte Jano, aunarlos revolviéndolos y, a partir de allí, saltar hacia la construcción de su propio universo que sigue siendo tan contemporáneo y tan clásico en su hondura y tejido como para admitir renovadas lecturas”.


Es por eso que cuando Ana Morilla, directora de la editorial Artificios, me pidió que me hiciera cargo de coordinar una antología dedicada a Rubén Darío en el primer centenario de su muerte, acepté inmediatamente. Es cierto que la figura de él –en algunas ocasiones– está asociada a un tipo de literatura almibarada que rechazan, por desconocimiento, muchos escritores. El mismo José Manuel Caballero Bonald declara que nunca fue “devoto de la bisutería musical del modernismo”, pero reconoce lo que este autor supuso “como iniciador de una lengua renovadora que abrió el camino del simbolismo”. Pero, a pesar de esa aparente distancia con su obra, no debemos olvidar que Darío logró revolucionar un idioma en decadencia, haciendo brillar el castellano con su “moderno esmalte”.


Porque aún sigue vivo el espíritu de su Cuaderno de hule negro, porque permanece en nosotros la mirada crítica de su poema A Roosevelt, o la herencia de su obra maestra Cantos de vida y esperanza, es por eso que hemos reunido a este grupo de autores, entre los que se encuentran algunos representantes de sitios en los que vivió –o visitó– el poeta (Valparaíso, Madrid, París, Granada). Porque nuevamente se ha extendido sobre nosotros el velo de la reina Mab y celebramos la creación a pesar de estos tiempos de oscuridad y violencia, y vive la poesía que se reinventa, la que se atreve a hablar de amor, de desamor, de “lo puro, lo fuerte, lo infalsificable”, porque Rubén aún sigue cantando.



Marina Tapia

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